jueves, 24 de mayo de 2012

Primaveras perdidas


Habiendo vivido siempre del otro lado del continente, Uruguay es sorprendente para mí, no solo por su riqueza natural y cultural que admiro y de la que siempre hablo, sino porque para mí es una especie de mundo al revés, la primavera es otoño y el verano es invierno, por tanto la Navidad es calurosa y el cumpleaños de mi hija, nacida en el solsticio de verano, el día más largo del año, se transformará en el día más corto del año, el solsticio de invierno.

Hace diez años ya que visité Uruguay por primera vez, entonces, como ahora, no solo viajé de un país a otro, sino de una estación a otra, del invierno al verano, es decir que esta es la segunda vez que me pierdo una primavera.


En México, cuando alguien cumple años, se suele decir: “Cumplo tantas primaveras”, (aunque el cumpleaños sea en pleno invierno), y es común que en las fiestas de XV años, el discurso del padrino inicie diciendo algo así como: “Hoy que cumples tus XV primaveras”, o bien, “Hoy que han pasado XV abriles” (pos más que la chiquilla haya cumplido años en marzo).

Pues bien, con base en este razonamiento, cuando comentaba a mis amigas que me mudaría de país, me cuidé de destacar como una ventaja, la desaparición de una segunda primavera en mi vida, por lo que este año en lugar de cumplir treintaysiete, lo lógico es que cumpla treintaycinco… creo que no me lo harán válido, pero igual tenía que intentarlo.


Al iniciar el viaje, confieso que no tenía muy claro si venía a Uruguay como excusa para conocer a Guillermo, o sí venía a ver a Guillermo como excusa para conocer Uruguay, pero la incógnita se esfumó rápidamente… durante estos diez años, hemos vivido un poco de todo… mudanza, matrimonio, paternidad, momentos de crisis, en fin, cientos de cosas que quizás les pasen a todas las parejas, con la diferencia de que estas, nos pasaron a nosotros.

Cada pareja lidia de forma muy particular y respetable (a veces no tanto) con las situaciones buenas y malas que se les presentan, algunas deciden “cortar por lo sano” y lo consiguen, otras entran en una especie de competencia para demostrar quién está mejor sin el otro, y otras, como nosotros, salen avante… me voy a permitir el dejo de soberbia que encierra este párrafo, porque no ha sido fácil, y debemos estar orgullosos de todo aquello que se consigue, cuando a decir verdad, parecía demasiado complicado.

Algunas veces miro hacia atrás y recuerdo cuando resolví (según yo), que no me casaría y no tendría hijos, primero porque pensaba que esto no es necesariamente el eje de la vida de todas las mujeres (bueno, eso lo sigo pensando), y segundo, porque había un montón de cosas que sentía que me faltaba alcanzar, y desde esa perspectiva, una familia simplemente no tenía cabida.

Recuerdo una noche en la que cenando con mi Mamá, cuando yo era la única soltera que quedaba en la familia, me miró seria y me dijo: “Nunca te vas a casar, verdad?” – “No sé”, le dije, “creo que no.” – “No importa” me dijo ella, y seguimos cenando.

Pero luego, ya ven? Conocí a Guillermo y de pronto el panorama era no sólo agradable sino… cómo decirlo? Claro, definido… no había mucho que pensar y la verdad es que ninguno de los dos lo hicimos, a los tres meses de conocernos nos casamos y cuatro meses después, supimos que seríamos padres y todo fue dándose de forma tan serena que casi parecía irreal.
Pero no somos perfectos, porque nadie lo es, y con los años vinieron las tempestades, la duda y la desazón, pero que aquello que estuvo a punto de disolver una de las más grandes decisiones de nuestra vida, terminó por hacernos valorarla más que antes.

Yo, particularmente, comprendí que la vida que iniciamos juntos, no podía ser interrumpida, ni cambiar de curso… Que mi historia jamás estaría completa si él no era junto a mí, junto a nosotras, el protagonista.

Hace un año, viajamos de la primavera al otoño y en ese viaje tomamos una de las decisiones más importantes de nuestras vidas: soltar amarras y mudarnos de país, esto significaba un retorno para mi esposo, algo desconocido para mi hija, un reto para mí y un nuevo comienzo para todos.

El tiempo transcurrió rápidamente y cuando nos dimos cuenta, ya estábamos aterrizando en pleno verano uruguayo, de botas, campera y gorro, y así comenzó la mejor etapa para nosotros. Un tiempo, que sin planearlo demasiado, pudimos dedicar a no hacer otra cosa más que querernos, cuidarnos, conocernos y reconocernos.

Un tiempo que nos ayudó a confirmar lo que quizás ya sabíamos pero no habíamos tenido tiempo de hacer consciente: Que una familia se forma a base de crisis superadas, brazos abiertos y palabras claras, de decisiones y riesgos que se corren juntos para luego compartir la alegría del éxito o superar juntos el fracaso.

Aprendimos que una familia se crea, se reinventa y se transforma, cada día, todos los días.
Que un hogar está hecho con besos de despedida, abrazos a tiempo y charlas de sobremesa.
Que los momentos que perduran no siempre son los que se rodean de ceremonia, pompa y circunstancia, sino de curitas en las heridas, paseos de la mano y risas cotidianas.

Ahora, claro está, hemos tenido que formar nuevas rutinas (aún estamos en eso), y otra vez cada uno, como siempre, encuentra la libertad en el propio hogar y un tiempo y espacio propios e individuales, para luego disfrutar las coincidencias y decirnos: “te extrañé”.

Hoy, a diez años de nuestro matrimonio, puedo decir sin lugar a dudas, que el mejor momento de mi día, es cuando él atraviesa la puerta y estamos juntos otra vez… ahora tres.

Dudo mucho que me “bonifiquen” esos dos años por los cambios de estación, y esta vez no veré florecer las jacarandas en abril, pero ya no importa, este invierno convertido en verano, bien valía perder una primavera.