lunes, 5 de agosto de 2013

Rituales

Ustedes no están ni cerca de imaginar lo pacientes que suelen ser los editores del Semanario cada vez que se me ocurre escribir alguna “colaboración”, y cuando por fin consigo llegar “en safe” (dijeran en el beisbol) con la columna terminada, resulta que es algo totalmente diferente a lo que habíamos conversado en un inicio.

En esta ocasión por ejemplo, recién llegada de Montevideo, después de dar oooootra vuelta más en el proceso de mi trámite de residencia legal permanente, se me ocurrió escribir algo relativo a las diferencias (y similitudes) que conlleva realizar un trámite este tipo aquí y en México, pero a riesgo de ser deportada si digo alguna burrada, cambié de opinión y aprovecharé el espacio para hablar de otro tema.

A lo largo de mi vida he tenido diferentes tipos de pasatiempos, desde repostería hasta pintar cerámica (pasando por coleccionar timbres y cucharas) lo que se les ocurra, de seguro lo hice o lo coleccioné, siempre en esa búsqueda de cosas que consigan apasionarme, y sin darme cuenta, hubo una constante, que forma parte de mi de tal manera que no la he considerado jamás un pasatiempo, sino justamente eso, parte de mi: el cine.

Sería muy atrevida de decir que sé algo de cine, no soy ni crítica ni cineasta, pero sí una MUY ávida espectadora, y encuentro mucho placer en ver que mi hija es también una cinéfila empedernida y que ha pasado de la imitación a sus propias elecciones.

El cine me ha marcado desde muy joven, tengo actores, directores y por supuesto, películas que me resultan intrañables, me parece (aquí es donde me agacho por si vuelan los tomatazos) que muchas películas son capaces, no sé si de enseñarnos algo, pero sí de transmitir mensajes que nos cambien la vida, es decir, mensajes que generen una profunda reflexión y se traduzcan finalmente en una acción en la vida real, un cambio en el guión.

Disfruto del cine cada vez que puedo y como puedo, a veces pesco alguna película en la televisión, a veces me valgo de internet para encontrar alguna, otras veces las alquilo… pero sin duda, nada se compara con la emoción de verla en el cine.

Sí, con todo y el niño preguntón, las adolescentes gritonas y la suerte de que el que tiene la costumbre de patear el asiento de enfrente se siente detrás de mi, con todo y eso y quizás incluso también por eso, disfruto enormemente cada visita a la sala de cine.

En diferentes momentos de mi vida, el ir al cine ha constituido un ritual diferente. Cuando era niña y me llevaban mis Papás, en ese universo interminable que es la Ciudad México, recuerdo que una de mis grandes frustraciones fue cuando mi Mamá por fin accedió a llevarme a ver “Katy la Oruga”, una de las primeras películas de animación realizadas en México, recuerdo bien que mi Papá nos dejó en el cine, nos dijo a qué hora pasaba por nosotros y se fue. Cuando llegamos a la taquilla, nos encontramos con la terrible noticia de que ya no había boletos para esa función y que la siguiente con asientos disponibles era no dos, sino cuatro horas después. En ese tiempo no había celulares y con el tráfico de la ciudad y la dificultad para moverse de un punto a otro, mi Madre dejó en claro que era imposible ver la película, no íbamos a decirle a mi Papá, después de la hazaña de llegar puntual por nosotros, que nos íbamos a quedar ahí cuatro horas más hasta que empezara la película y dos más hasta que terminara, así que hasta ahí llegó el intento. Las películas no salían pronto a la venta y ahora que lo pienso creo que ni el VHS existía entonces, así que la vi por fin como tres años después cuando la dieron por televisión, y todavía me encanta.

Pero bueno, fuera de esa experiencia, el ritual de aquella época, o por lo menos la forma en que quedó grabado en mi memoria, era algo así como el ritual de la abundancia, no recuerdo que mi Papá (mi Mamá sin duda lo hizo) haya dicho jamás que no a comprar palomitas (pop), caramelos, pasitas con chocolate, barras de toblerone y por supuesto un refresco servido en un vasote lleno de hielo hasta la mitad, que no sabía más que a agua con azúcar pero que costaba lo mismo que si fuera un Dom Pérignon, entonces, por supuesto, la niña preguntona era yo.

Luego, cuando era jovencita y por fin me dejaban ir sola con mis amigas, el ritual cambiaba y me volví adolescente gritona, sin duda hice una, varias o TODAS de las actitudes que ahora me molestan, como reírme como loca, tirarle palomitas a los de enfrente o sacarle la lengua a la vieja que mandaba callar (creo que en este punto ha quedado claro que ahora soy la vieja que manda callar). En esa época, como me han contado que pasaba también por acá, se usaba ir a ver más de una película, entonces había intermedios, que aprovechábamos para ir a comprar más golosinas, comentar sobre la película, intentar cambiarnos de sala sin ser descubiertas y otras cosas por el estilo. También había algo llamado “permanencia voluntaria”, consistía en que si vos comprabas un boleto, tenías derecho a ver las dos películas, las veces que quisieras… así que si llegabas media hora tarde a la función, no pasaba nada, porque veías la película, después la otra película y después la primera media hora que te habías perdido de la primera película, cosa que ahora que lo escribo suena bastante estúpido, pero bueno, así era, y creo que más de una vez “vi” una película siguiendo ese principio.

Después vino mi etapa intelectual, en la que pensaba que solo las películas independientes merecían mi atención y visité de forma asidua salas de cine culturales, generalmente medio vacías y cuyo concepto de dulcería era un señor vendiendo semillitas en la puerta. Nada lamento de esa etapa que me abrió los ojos a otro tipo de cinematografía, pero pronto terminé por aceptar que no hay UN solo género al que quisiera dedicar todo mi tiempo cinéfilo, porque igual me encantaba una de Cantiflas que una de Buñuel, así que di por cerrada la etapa y me dediqué a lo que me parece el fin último del cine: el disfrute.

Como Mamá, una nueva etapa cinéfila comenzó, cuando mi hija tenía menos de dos años, la llevé por primera vez al cine, la función era “El efelante” (no, no escribí mal, así se llamaba: “EFELANTE”), tenía mis dudas acerca de si la película conseguiría captar su atención por más de una hora, e iba preparada mentalmente para abandonar la sala si se ponía muy inquieta, pero nada de eso ocurrió, vio la película completa y sentada en su banquito (en el cine al que íbamos había unos banquitos especiales para los más chiquitos, que se acomodaban encima de la butaca para que estuvieran más alto). Terminando la película, como es mi costumbre desde hace muchos años, me quedé hasta los créditos finales, durante los mismos, imágenes de Winnie Pooh jugando con el Efelante y sus otros amigos, seguían apareciendo en la pantalla, y mi hija, con los ojos bien abiertos, estiraba una manito diciéndoles adiós… creo que lloré cuando lo vi hacerlo y ahora que lo recuerdo, siento ganas de llorar otra vez… una cinéfila había nacido.

Desde entonces, el ritual del cine la incluye a ella y ahora que es más grande y podemos elegir juntas películas horarios, golosinas y asientos, soy más cinéfila que nunca, no desaprovechamos ninguna oportunidad de sentarnos frente a la pantalla grande y al salir, siempre, infaltablemente, lo primero que sale de su boca es: ¿Cuál fue tu escena favorita?

Tanto amamos al cine que celebramos su cumpleaños número diez con una improvisada sala de cine en casa y el plan para celebrar mi cumpleaños en días próximos incluye una escapada a alguna sala de Montevideo para ver “algo” en 3D… ¿Algo qué? …no sabemos, pero seguro valdrá la pena.



Las dos sentadas en el cine compartiendo una gran caja de pop salado… ESA, es mi escena favorita.