jueves, 11 de abril de 2013

El pozo depresivo



Hay una frase que se le atribuye a tantos autores que no me atrevo a adjudicarle el que yo creo que la dijo, es aquella de “la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo”, y por ahí hay otra que dice que “la juventud es una enfermedad que se cura demasiado pronto” y hay quienes señalan que no es enfermedad ni tiempo sino un estado de ánimo, y a mí me gusta coincidir con esta última, por más que mi lumbalgia se empeñe en diferir.

Y es que crecer (según yo) se trata de conocer, abrir la mente, aprender a ser agradecido y valorar lo que tenemos y no tiene nada que ver (de nuevo, según yo) con envejecer.

A principios de febrero tuve el gran GRAN placer de recibir por primera vez a mis Papás, era la primera vez que viajaban al extranjero sin que alguno de mis hermanos (o yo misma) los acompañaran y eso añadía un poco de adrenalina a la experiencia, pero afortunadamente y después de mucha espera y un retraso de su vuelo proveniente de Sao Paulo (donde habían hecho una escala), cruzaron la puerta de llegadas del aeropuerto y como decimos en México “me volvió el alma al cuerpo”, solo para luego volverse a salir cuando por fin pude abrazarlos.

No voy a abrumarlos con todos los detalles del viaje, pero sí quiero compartirles cuál fue la impresión que se llevaron del paisito que hoy, a más de un año de habitarlo, me atrevo a llamar hogar.

Antes de que siquiera iniciaran el viaje, les advertí de todo lo que tendríamos que caminar, les advertí del sol y del calor y de todo lo que se me ocurrió advertirles, porque “el que avisa no es traidor” y no quería que fuera algo que los desencantara antes de encantarlos, pero afortunadamente eso no ocurrió, porque a pesar de que caminamos y caminamos y caminamos y caminamos y seguíamos caminando, fue en realidad algo que disfrutaron y encontraron maravilloso, sobre todo porque su rutina diaria implica horas (no exagero, son horas) de viajar en automóvil de aquí para allá y de allá para acullá y de regreso.

Se mostraron también muy sorprendidos de cómo Minas, a pesar de ser una ciudad tan chiquita (sobre todo en sus parámetros), tiene TANTAS cosas TAN hermosas a su alrededor para ver y visitar, estuvimos en el Parque de Vacaciones, fuimos al Salus, al Salto del Penitente, a Villa Serrana, a la Represa de OSE, caminamos por la rambla, subimos el Verdún (por cierto, creo que dejé allá un pulmón, si alguien lo encuentra favor de devolverlo), y aún nos quedaron algunos sitios pendientes de conocer y re-visitar.

También salimos algunos días de Lavalleja, para visitar Piriápolis, la reserva natural de Pan de Azúcar, Punta del Este y desde luego, Montevideo y muchos de sus atractivos.

Todo les maravillaba y yo disfruté mucho viéndolos maravillados, mi Papá se interesó mucho en las aves y mi Mamá en las plantas y los árboles (dice que nunca había visto árboles tan grandes).

Otra cosa que les gustó, que capaz que acá ya ni lo notan porque hay cosas que con la rutina se vuelven invisibles, es que prácticamente todas las personas con las que nos cruzamos en la calle y había un mínimo contacto visual, nos saludaban, lo que motivó a mi Padre a iniciar cierto tipo de “experimento social” y luego iba saludando por la calle a todo mundo, solo para comprobar que le regresaban el saludo, cosa que muy a mi pesar, hace años que no pasa en México, al menos no en el entorno en el que viven ellos, y en el que yo vivía también.

Pues bien, todo era miel sobre hojuelas, hasta que un día regresando de Villa Serrana, decidimos pasar por el Cerro Artigas con el objetivo de quedarnos ahí hasta que cayera el sol y ver el hermoso atardecer minuano desde un sitio privilegiado (sobre todo porque un día antes, nuestro patio se había pintado de rosado en el ocaso y a mi Madre le había resultado encantador).

Mientras nos tomábamos fotos en el monumento Artigas, una chica… no sabría decir su edad pero seguramente tendría diecisiete o dieciocho se separó de su compañero (con quien hace rato tomaba mate y comía alfajores, de forma muy cordial) para venir a preguntarnos de donde éramos, dijimos: de México y ella le gritó a su compañero: “Te dije, ¡son mexicanos!”, y mientras muy amablemente la jovencita nos preguntaba qué sitios habíamos visitado y si nos había gustado, y nos daba otras opciones para explorar, el chico gritó desde el lugar donde seguía tomando mate y comiendo alfajores en completa paz: “¿Y qué los trae a este pozo depresivo?”, y mi esposo le respondió: “Yo soy del pozo depresivo”.

La chica intentó minimizar el incidente pero la verdad es que fue un momento incómodo y bueno, terminó por despedirse, deseándoles a mis Padres una feliz estancia, mientras nosotros decidimos cambiarnos de sitio para ver el atardecer que ya estaba por llegar.

Está claro que lo que dijo el muchacho no cambió en absoluto la percepción de mis Padres respecto a Minas, lo cierto es que los sorprendió mucho y estuvimos hablando de eso durante un rato, concluimos que algunas personas (no todos, por supuesto), necesitan contar forzosamente con un punto de comparación para aprender a apreciar lo que tienen.

Hay que salir, informarse, conocer lo que está afuera, para aprender a reconocer y valorar lo que tenemos dentro, y no hablo de que este chico tendría que irse a recorrer el mundo mochila al hombro, hablo de expandir las fronteras mentales, hablo de distinguir entre la saludable ambición de crecer y extender las alas y confiar en que se puede ser quien se quiera ser donde se quiera ser y culpar a tu entorno, al tamaño de tu ciudad o hasta a su posición geográfica, de los estados de ánimo que no dependen mas que de uno mismo.

La anécdota por supuesto se convirtió después en algo gracioso, y de forma sarcástica nos referíamos a Minas como “el pozo depresivo”, cuando hablé con mis Papás después de regresar a México, me decían: “Regresamos a México y volvieron todas nuestras dolencias, tan bien que nos sentíamos en “el pozo depresivo”, qué ganas de volver”, y nos reíamos porque a ellos, a mi, y seguramente a muchas personas que han salido y regresado o pasado por aquí, les parece justamente lo contrario.

Es claro que nuestra perspectiva se ve influenciada, más que por nuestra edad, por la experiencia, la de mis padres, la mía, la del chico… y a raíz de eso me da por pensar ¿qué se necesitará para que mi hija aprenda a valorar esta ciudad, ahora su ciudad, y todo lo que la rodea?, ¿qué responsabilidad tengo yo como adulta, con una visión tan distinta, en la opinión y el sentir que ella tenga acerca de su entorno? Creo que es una pregunta que bien vale la pena hacernos, no para que nunca salga de Minas, sino para que si un día lo hace, recuerde con cariño las cosas que pudo hacer, y experimentar, como resultado de crecer en un lugar como este.


Mientras tanto, mis Padres ya hacen planes para volver, y yo no puedo esperar a tenerlos de vuelta.