domingo, 1 de diciembre de 2013

Excepcional

Mujeres del ENIAC
Bueno, acá va a aflorar mi lado feminista (aunque creo que ha sido evidente en el resto de los textos), pero como dicen en mi rancho: “el que avisa no es traidor”, así que de una vez lo comento.

Hace algunos años (siete, digamos) que me dedico a trabajar de forma estrecha con la tecnología, pero antes de eso ya me llamaba la atención. En casa, solía ser yo la que “reparaba” la videocasetera, las grabadoras, la que sabía cómo modificar un cassette original para convertirlo en uno grabable y viceversa. Luego, en la adolescencia pude trabajar en un canal de televisión donde me obsesionaba el funcionamiento de las editoras de video y audio, aunque yo estaba ahí como asistente de redacción y todavía usaba una máquina de escribir mecánica.

Después, en la universidad, tuve mi primer contacto con las computadoras, eran unos armatostes enormes de pantalla era negra y los textos (imágenes todavía no se podían ver) eran verdes, constituía un gran logro guardar exitosamente un archivo, ya que se tenían que escribir comandos completos, por lo que algún conocimiento de programación necesitabas, y los nombres tenían que ser algo tipo: “Tar1leg” porque el número de caracteres para los nombres estaba limitado y después daba un trabajo chino recordar qué diantres habíamos guardado con qué nombres.

En aquel tiempo (segunda mitad de la década de los noventas) trabajábamos con los discos de 5 1/4 o “floppy disks” que eran una especie de disco de acetato delgado dentro de un “sobre” de cartón negro y no eran muy resistentes que digamos, bastaba con mirarlos feos para que se rompieran y perdieras toda la información (que no era mucha) que habías guardado en ellos.

Aún con todas las limitaciones de la época, yo estaba fascinada con lo que podía hacerse con una computadora, más adelante, en mi primer empleo formal, por fin estuve en contacto con una computadora más o menos parecida a lo que actualmente utilizamos. Desde aquellos días hasta el presente, mi interés por la tecnología ha ido creciendo, sobre todo en la parte de programación, y aunque evidentemente estoy lejos de saber lo que sabe un programador o un ingeniero (después entendí que eso es lo que tenía que haber estudiado), he aprendido algunas cosas de gran ayuda de forma autodidacta.

El tema con la tecnología es, como en muchos otros casos, que se considera un terreno de hombres, la idea generalizada es que son los hombres quienes crean, instalan, reparan, programan, capacitan, etcétera, etcétera. Y la idea de que una mujer se dedique a cualquiera de las anteriores actividades, es vista todavía como algo “excepcional”.

El año pasado, habíamos acordado transmitir en forma simultánea la señal de una estación de radio fm, por internet, para que conocieran el servicio y después decidieran si lo contrataban o no, la estación accedió y yo me presenté ahí para instalar y configurar el programa que se necesitaba para tal objetivo.

Apenas crucé la puerta, el operador me hizo señas de que no podía pasar y rápidamente se levantó de su asiento para decirme: “las ventas son en la oficina”, y le dije: “ok, gracias por la información, pero yo vengo a instalar un programa para transmitir por internet, me dijeron que te iban a avisar” y el respondió, sin poder disimular ni un poquito: “¿USTED?!” y yo me reí mientras decía: “sí, yo”, el chico se dio cuenta de que la recepción había sido algo incómoda y enseguida, de forma muy amable, me indicó la máquina en la que podía trabajar. Mientras avanzábamos en la configuración, el hielo se rompió y ya no le parecía tan extraño que una señora hubiera llegado a configurar una máquina, aunque de vez en cuando usaba lenguaje técnico y me miraba fijo como para probar si yo sabía o no de lo que me estaba hablando.

Con el tiempo, las personas empiezan a relacionarte como alguien que trabaja con la informática y el hecho de ser hombre o mujer pasa a segundo plano. Más allá de esta anécdota (y muchas que me reservo) lo cierto es que el lugar de la mujer en la tecnología, no solo como quien se dedica a una tarea diaria relacionada con ella, sino como quien la crea y desarrolla, es en muchas ocasiones menospreciado, a tal grado de que algunas mujeres, cuyos grandes logros en tecnología han revolucionado el mundo, no han visto su nombre grabado en oro en los libros de historia.

Aquí tan solo unos ejemplos:

Ada Lovelace (probablemente fue más conocida por ser hija del poeta Lord Byron) fue, en el siglo XIX, la creadora del primer programa informático de la historia, solo que los escribió para “Charles Babbage” quien a la fecha es considerado el “Padre de la Computación”. Para reinvindicarla de alguna forma, en 1979 el departamento de Defensa de los Estados Unidos creó un lenguaje de programación llamado “Ada”… y bueno, algo es algo.


Grace Murray Hopper fue la inventora del lenguaje de programación COBOL, pensado para facilitar el desarrollo de programas informáticos para gente sin conocimientos específicos en este campo. Es decir que gracias a ella, personas comunes podían utilizar una computadora y no solo los ingenieros.

Hubo también un esfuerzo por reconocer su sitio en la historia, cuando en 1971 se crearon los premios “Grace Murray Hopper Award” (seguramente han escuchado hablar de ell… no, olvídenlo).

Las mujeres del “ENIAC”.  Si bien los nombres conocidos en torno a la primera computadora de la historia son los de John Presper Eckert y John William Mauchly, lo cierto es que en el desarrollo de esta máquina, presentada al público en 1946, se contó con la imprescindible colaboración de siete mujeres: Adele Katz (redactora del manual y formadora de las seis mujeres que la pusieron en funcionamiento), Kay McNulty, Jean Bartik, Betty Snyder, Marlyn Wescoff, Frances Bilas, y Ruth Teitelbaum, desarrolladoras de los primeros programas de software que abrieron el camino para que esta fuera considerada una nueva profesión, y cuyos nombres fueron literalmente ocultados durante años.

La lista sigue y sigue y continúa en el siglo XXI, pero lamentablemente el espacio no es suficiente, espero poder retomar el tema más adelante, pero no puedo irme sin mencionar a Ida Holz, uruguaya, que se ganó un lugar en el Salón de la Fama de Internet (premio honorífico administrado por la Internet Society), quienes la reconocen como una figura clave en el establecimiento de internet en América Latina durante los años 90.

Se graduó de la primera generación de ingenieros en computación uruguayos de la UdelaR y luego de estar exiliada en México, regresó a Uruguay a colaborar con la propia universidad (con mucho trabajo y logros en el medio) y en 1994 participó en la conexión directa de Uruguay con un enlace en Miami, lo que dio origen a Internet en la República Oriental… no es poco, ¿eh?


Faltan, como dije antes, decenas, cientos de nombres de mujeres que a su paso por la informática, la tecnología o la ciencia en general, se han ido borrando de la memoria histórica, para dar paso a “los padres de…”. Desde Hipatia de Alejandría, hasta Isabelle Olsson (líder del equipo que diseñó los famosos lentes Google), estas mujeres merecen ser reconocidas y recordadas, no solo por las organizaciones dedicadas al estudio de internet, sino por los libros de historia, las enciclopedias y todo lo que permita saber a las nuevas generaciones, que una mujer dedicada a la tecnología, no es una excepción.

lunes, 5 de agosto de 2013

Rituales

Ustedes no están ni cerca de imaginar lo pacientes que suelen ser los editores del Semanario cada vez que se me ocurre escribir alguna “colaboración”, y cuando por fin consigo llegar “en safe” (dijeran en el beisbol) con la columna terminada, resulta que es algo totalmente diferente a lo que habíamos conversado en un inicio.

En esta ocasión por ejemplo, recién llegada de Montevideo, después de dar oooootra vuelta más en el proceso de mi trámite de residencia legal permanente, se me ocurrió escribir algo relativo a las diferencias (y similitudes) que conlleva realizar un trámite este tipo aquí y en México, pero a riesgo de ser deportada si digo alguna burrada, cambié de opinión y aprovecharé el espacio para hablar de otro tema.

A lo largo de mi vida he tenido diferentes tipos de pasatiempos, desde repostería hasta pintar cerámica (pasando por coleccionar timbres y cucharas) lo que se les ocurra, de seguro lo hice o lo coleccioné, siempre en esa búsqueda de cosas que consigan apasionarme, y sin darme cuenta, hubo una constante, que forma parte de mi de tal manera que no la he considerado jamás un pasatiempo, sino justamente eso, parte de mi: el cine.

Sería muy atrevida de decir que sé algo de cine, no soy ni crítica ni cineasta, pero sí una MUY ávida espectadora, y encuentro mucho placer en ver que mi hija es también una cinéfila empedernida y que ha pasado de la imitación a sus propias elecciones.

El cine me ha marcado desde muy joven, tengo actores, directores y por supuesto, películas que me resultan intrañables, me parece (aquí es donde me agacho por si vuelan los tomatazos) que muchas películas son capaces, no sé si de enseñarnos algo, pero sí de transmitir mensajes que nos cambien la vida, es decir, mensajes que generen una profunda reflexión y se traduzcan finalmente en una acción en la vida real, un cambio en el guión.

Disfruto del cine cada vez que puedo y como puedo, a veces pesco alguna película en la televisión, a veces me valgo de internet para encontrar alguna, otras veces las alquilo… pero sin duda, nada se compara con la emoción de verla en el cine.

Sí, con todo y el niño preguntón, las adolescentes gritonas y la suerte de que el que tiene la costumbre de patear el asiento de enfrente se siente detrás de mi, con todo y eso y quizás incluso también por eso, disfruto enormemente cada visita a la sala de cine.

En diferentes momentos de mi vida, el ir al cine ha constituido un ritual diferente. Cuando era niña y me llevaban mis Papás, en ese universo interminable que es la Ciudad México, recuerdo que una de mis grandes frustraciones fue cuando mi Mamá por fin accedió a llevarme a ver “Katy la Oruga”, una de las primeras películas de animación realizadas en México, recuerdo bien que mi Papá nos dejó en el cine, nos dijo a qué hora pasaba por nosotros y se fue. Cuando llegamos a la taquilla, nos encontramos con la terrible noticia de que ya no había boletos para esa función y que la siguiente con asientos disponibles era no dos, sino cuatro horas después. En ese tiempo no había celulares y con el tráfico de la ciudad y la dificultad para moverse de un punto a otro, mi Madre dejó en claro que era imposible ver la película, no íbamos a decirle a mi Papá, después de la hazaña de llegar puntual por nosotros, que nos íbamos a quedar ahí cuatro horas más hasta que empezara la película y dos más hasta que terminara, así que hasta ahí llegó el intento. Las películas no salían pronto a la venta y ahora que lo pienso creo que ni el VHS existía entonces, así que la vi por fin como tres años después cuando la dieron por televisión, y todavía me encanta.

Pero bueno, fuera de esa experiencia, el ritual de aquella época, o por lo menos la forma en que quedó grabado en mi memoria, era algo así como el ritual de la abundancia, no recuerdo que mi Papá (mi Mamá sin duda lo hizo) haya dicho jamás que no a comprar palomitas (pop), caramelos, pasitas con chocolate, barras de toblerone y por supuesto un refresco servido en un vasote lleno de hielo hasta la mitad, que no sabía más que a agua con azúcar pero que costaba lo mismo que si fuera un Dom Pérignon, entonces, por supuesto, la niña preguntona era yo.

Luego, cuando era jovencita y por fin me dejaban ir sola con mis amigas, el ritual cambiaba y me volví adolescente gritona, sin duda hice una, varias o TODAS de las actitudes que ahora me molestan, como reírme como loca, tirarle palomitas a los de enfrente o sacarle la lengua a la vieja que mandaba callar (creo que en este punto ha quedado claro que ahora soy la vieja que manda callar). En esa época, como me han contado que pasaba también por acá, se usaba ir a ver más de una película, entonces había intermedios, que aprovechábamos para ir a comprar más golosinas, comentar sobre la película, intentar cambiarnos de sala sin ser descubiertas y otras cosas por el estilo. También había algo llamado “permanencia voluntaria”, consistía en que si vos comprabas un boleto, tenías derecho a ver las dos películas, las veces que quisieras… así que si llegabas media hora tarde a la función, no pasaba nada, porque veías la película, después la otra película y después la primera media hora que te habías perdido de la primera película, cosa que ahora que lo escribo suena bastante estúpido, pero bueno, así era, y creo que más de una vez “vi” una película siguiendo ese principio.

Después vino mi etapa intelectual, en la que pensaba que solo las películas independientes merecían mi atención y visité de forma asidua salas de cine culturales, generalmente medio vacías y cuyo concepto de dulcería era un señor vendiendo semillitas en la puerta. Nada lamento de esa etapa que me abrió los ojos a otro tipo de cinematografía, pero pronto terminé por aceptar que no hay UN solo género al que quisiera dedicar todo mi tiempo cinéfilo, porque igual me encantaba una de Cantiflas que una de Buñuel, así que di por cerrada la etapa y me dediqué a lo que me parece el fin último del cine: el disfrute.

Como Mamá, una nueva etapa cinéfila comenzó, cuando mi hija tenía menos de dos años, la llevé por primera vez al cine, la función era “El efelante” (no, no escribí mal, así se llamaba: “EFELANTE”), tenía mis dudas acerca de si la película conseguiría captar su atención por más de una hora, e iba preparada mentalmente para abandonar la sala si se ponía muy inquieta, pero nada de eso ocurrió, vio la película completa y sentada en su banquito (en el cine al que íbamos había unos banquitos especiales para los más chiquitos, que se acomodaban encima de la butaca para que estuvieran más alto). Terminando la película, como es mi costumbre desde hace muchos años, me quedé hasta los créditos finales, durante los mismos, imágenes de Winnie Pooh jugando con el Efelante y sus otros amigos, seguían apareciendo en la pantalla, y mi hija, con los ojos bien abiertos, estiraba una manito diciéndoles adiós… creo que lloré cuando lo vi hacerlo y ahora que lo recuerdo, siento ganas de llorar otra vez… una cinéfila había nacido.

Desde entonces, el ritual del cine la incluye a ella y ahora que es más grande y podemos elegir juntas películas horarios, golosinas y asientos, soy más cinéfila que nunca, no desaprovechamos ninguna oportunidad de sentarnos frente a la pantalla grande y al salir, siempre, infaltablemente, lo primero que sale de su boca es: ¿Cuál fue tu escena favorita?

Tanto amamos al cine que celebramos su cumpleaños número diez con una improvisada sala de cine en casa y el plan para celebrar mi cumpleaños en días próximos incluye una escapada a alguna sala de Montevideo para ver “algo” en 3D… ¿Algo qué? …no sabemos, pero seguro valdrá la pena.



Las dos sentadas en el cine compartiendo una gran caja de pop salado… ESA, es mi escena favorita.

domingo, 19 de mayo de 2013

Chocolate y anís


Llegaba el día diez y Juan Pablo planeaba de forma anticipada las vueltas que tenía que dar para, recién cobrado su cheque, darse una vuelta por la confitería y comprar huevitos de chocolate, esos que tenían una blanca cubierta de anís y que le eran entregados en preciosas bolsitas de papel impresas con el nombre de aquel lugar “Sanborn’s”, a veces, cuando las cuentas daban para más, sumaba algunos enjambres de chocolate y una cajita de lenguas de gato.

Al llegar a casa, ni bien cruzaba la puerta llamaba a sus tres hijos para compartir aquellos tesoros, que nadie había pedido, y que todos, casi sin saberlo, esperaban.

“No sé por qué Papá trae estos huevitos que ni me gustan”, pensaba Anita, la menor de sus hijas, pero él se veía tan contento cuando los compartía, que comerlos era un sacrificio que estaba dispuesta a realizar, con tal de mantener ese lazo que quien sabe por qué, parecía ser más fuerte con una bolsita de Sanborn’s de por medio, además, su esfuerzo era recompensado la mayoría de las veces con el contenido de las otras bolsitas, y las lenguas de gato (llamadas así por la forma alargada del chocolate) ¡Uy! Esas sí que le gustaban.

Cuando aquellas bolsitas, y el sacrificio de comer los huevitos y el placer de saborear las lenguas de gato se habían hecho una tradición familiar, Juan Pablo recibió una oferta de trabajo en otra ciudad y tuvieron que mudarse, ahí no había “Sanborn’s”, pero en sus viajes a la capital, Juan Pablo no perdía oportunidad de pasar cerca de alguno de ellos y comprar algunos gramos de huevitos de chocolate, que de nuevo llevaba contento a su casa.

Los años pasaron y la tradición se diluyó en el tiempo, pero el recuerdo de las bolsitas y la cara de Juan Pablo al compartirlas, no. ¿Por qué ponían tan contento a Papá esas bolsitas? esto seguía siendo un misterio para Anita que era muy pequeña para darse cuenta siquiera del día en que ese milagro ocurría, mucho menos conocía la razón, lo único que era claro, era que se trataba de algo bueno.

El tiempo siguió corriendo (porque ¿qué otra cosa hace el tiempo sino correr?), Juan Pablo seguía trabajando y viajando a la capital y Anita ahora era una adulta que parecía haber olvidado las bolsitas de “Sanborn’s” y las dudas que le despertaban, hasta que un buen día, una noticia llegó a la ciudad, abrían una sucursal de “Sanborn’s” justo enfrente de su trabajo.

El recuerdo casi inconsciente de aquellos días felices, llevaba a Anita a visitar la confitería cada vez que podía, a veces ni siquiera compraba, pero le gustaba ver los chocolates, y los dulces, las nueces y los panecillos, y aquello le daba una sensación de bienestar tan indescriptible, que jamás se atrevió siquiera a confesarlo, sobre todo porque las miradas de las empleadas que parecían decirle: “¿hoy por fin vas a comprar algo?” comenzaban a incomodarla, así que de vez en cuando pedía cien gramos de castañas de cajú para justificar su presencia.

Años después, cuando Ana había formado su propia familia, acababa de recibir su sobre con el sueldo de un mes y mientras caminaba a casa, repasaba en su cabeza las cuentas por pagar, restaba el agua y el teléfono, la cuota de esto y la de aquello, quería asegurarse de que tenía lo suficiente, y cuando estuvo segura de que haciendo unos ajustes aquí y allá, pagando hoy esto y aquello después, sobraba algo de dinero para “darse algún lujito”, sin dar más vueltas se dirigió a Sanborn’s, pidió cien gramos de castañas de caju, cien más de lenguas de gato y antes de darse cuenta había pedido también, cien gramos de huevitos de chocolate y anís, y entonces, mientras veía la pala llena de aquellos huevitos blancos confitados entrar a la bolsita de papel, entendió todo, ¡eso era!, ¡qué satisfacción! Por fin había entendido que en todos los días que había huevitos de chocolate, Juan Pablo había cobrado su sueldo, ¡Claro! Por eso no era siempre, por eso iba acompañado invariablemente de una sonrisa de oreja a oreja, por eso era símbolo de bienestar y abundancia (aunque fueran cien gramos), porque en aquella bolsita de papel cabía lo que a veces las palabras no alcanzaban a decir, que todos los esfuerzos del trabajo diario, las presiones, las idas y venidas, todos los sacrificios que calladamente realizaba Juan Pablo en beneficio de su familia, valían la pena.

Y así, Ana caminó feliz hasta su casa donde por fin pudo compartir aquel tesoro con su pequeña hija que no entendía el motivo de aquel acontecimiento,  y que  al sentir el sabor del anís en su boca, haciendo algunas muecas dijo con espontánea honestidad: “fuchi Mamá, no me gustan”, mientras Ana, que no paraba de reír, le decía: “A mí tampoco, Sarita, a mi tampoco…” 

miércoles, 1 de mayo de 2013

Lectura crítica


Confieso que hasta hace poco no estaba familiarizada con el término "lectura crítica" aunque sí con el concepto... solo que, digamos que no sabía cómo se llamaba, y sin ánimo de que esto resulte una experiencia demasiado académica, me permito compartirles una de las definiciones que encontré en internet (lo que más adelante resultará ser una paradoja): "El concepto de lectura crítica hace referencia a la técnica o el proceso que permite descubrir las ideas y la información que subyacen dentro de un texto escrito. La lectura crítica, por lo tanto, es el paso previo al desarrollo de un pensamiento crítico. Sólo al comprender un texto en su totalidad, desentramando el mensaje implícito del contenido más allá de lo literal, es posible evaluar sus aseveraciones y formarse un juicio con fundamento". 


En otras palabras, esto es que cuando leemos algo, antes de creerlo totalmente, o de criticarlo en forma despiadada, tenemos que entenderlo, y no me refiero a entenderlo en el sentido de saber lo que cada palabra significa por estar escrita en un idioma que dominamos, sino entenderlo por el contexto en el que se desarrolla, por la fuente de autoría, por el medio que lo difunde y sobre todo, por el objetivo que persigue.

No recuerdo si ya he contado en este espacio (creo que sí), que hace años que mi relación con el internet es estrecha, que realizo mucho trabajo con y a través de él, y que desde que tengo contacto con el mundo digital, muchas cosas han cambiado, programas, sistemas, hardware, software, aparatos que eran grandotes ahora se hacen chiquitos, lo chiquito se hace grandote, pero más importante todavía, la información fluye hacia todos lados y de forma desbordada, y esa, es la única constante.

Arthur C. Clarke lo expresó de una forma muy sencilla: "Obtener información de internet es como intentar servir un vaso de agua con las cataratas del Niágara”.

Y esa inmensidad de información sumada a la falta de lectura crítica, es un gigantesco mal de nuestros tiempos, ese es el motivo por el que (por ejemplo) las personas comparten fotografías grotescas de cuerpos mutilados o enfermos terminales, convencidos de que Facebook donará 1 dólar por cada vez que ha sido compartida, solo porque “ahí dice”, o no tienen empacho en “difundir” que el bicarbonato de sodio con limón es la cura para el cáncer, también porque “si está en internet…”, y donde queda nuestro criterio? La capacidad de dudar, cuestionarnos, investigar? …pues eso es lo más lindo, generalmente lo “resolvemos” también investigando en internet, porque nadie más que “San Google” puede ofrecernos una mejor respuesta.

Es así que alguien puede encontrarse una ronchita en la mano y en lugar de consultar al dermatólogo, hacer una búsqueda en Google y terminar convencido de que le quedan pocos meses de vida, o tomar religiosamente bicarbonato de sodio con limón para “prevenir el cáncer” y luego ocasionarse un verdadero problema a consecuencia del exceso de sodio. (Y esto no lo indagué en internet, me lo dijo mi muy real amigo Miquel Nadal Pinzón, biólogo y docente).

Este es el motivo también de que aparentemente Albert Einstein haya dedicado una vida a decir frases para que luego se compartieron por facebook (aunque mañana las mismas frases aparezcan como dichas por Martin Luther King, Eduardo Galeano o Mahatma Gandhi.¿Hay información real, clara y útil en internet? Sí, mucha, muchísima, casi en igual cantidad en que la hay mala, perjuiciosa, prejuiciosa, (son dos cosas diferentes, de verdad) dañina, inútil y hasta ofensiva. La diferencia está en nuestra forma de interpretarla.

Por todo esto, supongo que en esta ocasión, más allá de compartirles un texto, me atrevo a hacerles una invitación a poner en práctica este interesante asunto de la lectura crítica, con o sin la técnica correspondiente, misma que pueden encontrar en internet… oh, esperen.

Bueno, la idea central es cuestionarse, dudar, indagar, antes de permitirse dispersar información a diestra y siniestra, solo porque tenemos la facilidad de hacerlo con solo hacer un clic.

No hay sitio web que reemplace una visita al doctor, ni foto de facebook que sustituya una donación a una ONG real (o mejor a aún, a involucrarse con una causa a la que somos sensibles), y ya que estamos, no hay “me gusta” que pueda resultar más valioso que un abrazo en el mundo real.

Es bueno usarlo cuando es el medio a mano para acercarnos a quienes queremos, optimizar el trabajo o acercarnos al entendimiento de un problema, pero no es la panacea y no lo será nunca, sobre todo si no aprendemos a leer, dudando.

jueves, 11 de abril de 2013

El pozo depresivo



Hay una frase que se le atribuye a tantos autores que no me atrevo a adjudicarle el que yo creo que la dijo, es aquella de “la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo”, y por ahí hay otra que dice que “la juventud es una enfermedad que se cura demasiado pronto” y hay quienes señalan que no es enfermedad ni tiempo sino un estado de ánimo, y a mí me gusta coincidir con esta última, por más que mi lumbalgia se empeñe en diferir.

Y es que crecer (según yo) se trata de conocer, abrir la mente, aprender a ser agradecido y valorar lo que tenemos y no tiene nada que ver (de nuevo, según yo) con envejecer.

A principios de febrero tuve el gran GRAN placer de recibir por primera vez a mis Papás, era la primera vez que viajaban al extranjero sin que alguno de mis hermanos (o yo misma) los acompañaran y eso añadía un poco de adrenalina a la experiencia, pero afortunadamente y después de mucha espera y un retraso de su vuelo proveniente de Sao Paulo (donde habían hecho una escala), cruzaron la puerta de llegadas del aeropuerto y como decimos en México “me volvió el alma al cuerpo”, solo para luego volverse a salir cuando por fin pude abrazarlos.

No voy a abrumarlos con todos los detalles del viaje, pero sí quiero compartirles cuál fue la impresión que se llevaron del paisito que hoy, a más de un año de habitarlo, me atrevo a llamar hogar.

Antes de que siquiera iniciaran el viaje, les advertí de todo lo que tendríamos que caminar, les advertí del sol y del calor y de todo lo que se me ocurrió advertirles, porque “el que avisa no es traidor” y no quería que fuera algo que los desencantara antes de encantarlos, pero afortunadamente eso no ocurrió, porque a pesar de que caminamos y caminamos y caminamos y caminamos y seguíamos caminando, fue en realidad algo que disfrutaron y encontraron maravilloso, sobre todo porque su rutina diaria implica horas (no exagero, son horas) de viajar en automóvil de aquí para allá y de allá para acullá y de regreso.

Se mostraron también muy sorprendidos de cómo Minas, a pesar de ser una ciudad tan chiquita (sobre todo en sus parámetros), tiene TANTAS cosas TAN hermosas a su alrededor para ver y visitar, estuvimos en el Parque de Vacaciones, fuimos al Salus, al Salto del Penitente, a Villa Serrana, a la Represa de OSE, caminamos por la rambla, subimos el Verdún (por cierto, creo que dejé allá un pulmón, si alguien lo encuentra favor de devolverlo), y aún nos quedaron algunos sitios pendientes de conocer y re-visitar.

También salimos algunos días de Lavalleja, para visitar Piriápolis, la reserva natural de Pan de Azúcar, Punta del Este y desde luego, Montevideo y muchos de sus atractivos.

Todo les maravillaba y yo disfruté mucho viéndolos maravillados, mi Papá se interesó mucho en las aves y mi Mamá en las plantas y los árboles (dice que nunca había visto árboles tan grandes).

Otra cosa que les gustó, que capaz que acá ya ni lo notan porque hay cosas que con la rutina se vuelven invisibles, es que prácticamente todas las personas con las que nos cruzamos en la calle y había un mínimo contacto visual, nos saludaban, lo que motivó a mi Padre a iniciar cierto tipo de “experimento social” y luego iba saludando por la calle a todo mundo, solo para comprobar que le regresaban el saludo, cosa que muy a mi pesar, hace años que no pasa en México, al menos no en el entorno en el que viven ellos, y en el que yo vivía también.

Pues bien, todo era miel sobre hojuelas, hasta que un día regresando de Villa Serrana, decidimos pasar por el Cerro Artigas con el objetivo de quedarnos ahí hasta que cayera el sol y ver el hermoso atardecer minuano desde un sitio privilegiado (sobre todo porque un día antes, nuestro patio se había pintado de rosado en el ocaso y a mi Madre le había resultado encantador).

Mientras nos tomábamos fotos en el monumento Artigas, una chica… no sabría decir su edad pero seguramente tendría diecisiete o dieciocho se separó de su compañero (con quien hace rato tomaba mate y comía alfajores, de forma muy cordial) para venir a preguntarnos de donde éramos, dijimos: de México y ella le gritó a su compañero: “Te dije, ¡son mexicanos!”, y mientras muy amablemente la jovencita nos preguntaba qué sitios habíamos visitado y si nos había gustado, y nos daba otras opciones para explorar, el chico gritó desde el lugar donde seguía tomando mate y comiendo alfajores en completa paz: “¿Y qué los trae a este pozo depresivo?”, y mi esposo le respondió: “Yo soy del pozo depresivo”.

La chica intentó minimizar el incidente pero la verdad es que fue un momento incómodo y bueno, terminó por despedirse, deseándoles a mis Padres una feliz estancia, mientras nosotros decidimos cambiarnos de sitio para ver el atardecer que ya estaba por llegar.

Está claro que lo que dijo el muchacho no cambió en absoluto la percepción de mis Padres respecto a Minas, lo cierto es que los sorprendió mucho y estuvimos hablando de eso durante un rato, concluimos que algunas personas (no todos, por supuesto), necesitan contar forzosamente con un punto de comparación para aprender a apreciar lo que tienen.

Hay que salir, informarse, conocer lo que está afuera, para aprender a reconocer y valorar lo que tenemos dentro, y no hablo de que este chico tendría que irse a recorrer el mundo mochila al hombro, hablo de expandir las fronteras mentales, hablo de distinguir entre la saludable ambición de crecer y extender las alas y confiar en que se puede ser quien se quiera ser donde se quiera ser y culpar a tu entorno, al tamaño de tu ciudad o hasta a su posición geográfica, de los estados de ánimo que no dependen mas que de uno mismo.

La anécdota por supuesto se convirtió después en algo gracioso, y de forma sarcástica nos referíamos a Minas como “el pozo depresivo”, cuando hablé con mis Papás después de regresar a México, me decían: “Regresamos a México y volvieron todas nuestras dolencias, tan bien que nos sentíamos en “el pozo depresivo”, qué ganas de volver”, y nos reíamos porque a ellos, a mi, y seguramente a muchas personas que han salido y regresado o pasado por aquí, les parece justamente lo contrario.

Es claro que nuestra perspectiva se ve influenciada, más que por nuestra edad, por la experiencia, la de mis padres, la mía, la del chico… y a raíz de eso me da por pensar ¿qué se necesitará para que mi hija aprenda a valorar esta ciudad, ahora su ciudad, y todo lo que la rodea?, ¿qué responsabilidad tengo yo como adulta, con una visión tan distinta, en la opinión y el sentir que ella tenga acerca de su entorno? Creo que es una pregunta que bien vale la pena hacernos, no para que nunca salga de Minas, sino para que si un día lo hace, recuerde con cariño las cosas que pudo hacer, y experimentar, como resultado de crecer en un lugar como este.


Mientras tanto, mis Padres ya hacen planes para volver, y yo no puedo esperar a tenerlos de vuelta.

lunes, 28 de enero de 2013

Tiempos pasados siempre fueron anteriores

Desde que llegué a Uruguay, o mejor dicho... desde antes de poner siquiera un pie en tierras uruguayas, a través de Benedetti y Zitarrosa, me llegó ese inconfundible toque de nostalgia y melancolía que he logrado constatar durante este primer año viviendo por acá, y de hecho esta no es la primera vez, y seguramente tampoco será la última, que toco ese tema, porque simplemente me es inevitable.

Por supuesto la familia de mi esposo, que es ahora mi familia y la de mi hija, no está exenta de vivir esta nostalgia, es de hecho un claro y vivo ejemplo de lo que hablo. La fotografía que acompaña esta entrada es la del bisabuelo de mi hija, un madrileño que llegó a tierras uruguayas y se convirtió en maestro confitero, fue tal su éxito que abrió una confitería, que en una muestra más de nostálgico recuerdo, se llamó "Confitería Madrid" y que aún ahora, a varios años (décadas ya) de que desapareciera, sigue en el recuerdo de mucha gente, tanto por su calidad humana, como por las delicias que confeccionaba.

Creo que esta pequeña anécdota sirve un poco (o un mucho), para entender el por qué de la nostalgia uruguaya, y es que los extranjeros que por una u otra razón se quedaron a vivir en el paísíto (como le dicen cariñosamente), al parecer vivían con esa continua dualidad entre sus orígenes y el lugar en el que echaron raíz, siempre con la idea de volver, por lo menos de visita, a la tierra que los vio nacer.

Cabe decir que si bien este país, al igual que México fue conquistado por españoles, tiene también influencia de diferentes países europeos, principalmente Italia y Francia, aunque hay departamentos (estados) con colonias completas de alemanes y rusos, lo que creo que explica de sobra el hecho de que una generación tras otra, se vean obligadas, casi por instinto, a mirar hacia atrás.

Y es gracias a esa "cultura de la nostalgia", que mi hija y tantos otros niños de su generación, y de las generaciones venideras, tienen acceso a diversos documentos gráficos y objetos que han pertenecido por generaciones a su familia, desde retratos de la abuela cuando era niña, hasta el documento de identidad del bisabuelo, y el jazmín que el tatarabuelo plantó en el jardín, y se conserva como un tesoro, la cartera que la bisabuela llevó a la boda de no sé quien, los gemelos que el bisabuelo usaba para ir al banco, los binoculares del otro bisabuelo (indispensables para ir al teatro) y la cajita que el bisabuelo le dio a la bisabuela cuando eran novios.

Decenas de fotos familiares, de paisajes, recortes del diario, listones y encajes, como yo sólo había visto en las películas, constituyen ahora parte del patrimonio de mi hija y espero que un día también lo sean de sus hijos y sus nietos... cosa que no es tan difícil de creer, si consideramos que algunos de esos objetos ya rondan el siglo de existencia.

Tengo la impresión de que ella aún no comprende en su totalidad la riqueza histórica que tiene a su disposición, pero confío en que pronto lo hará, mejor dicho, me aseguraré de que lo haga, y por otro lado, siento la obligación de recuperar algunas de las fotos que dicen algo de mi, para que haya una evidencia gráfica de su familia mexicana, que si bien tengo a la mano en versión digital, no tendrán el mismo significado que tienen los objetos que sabes que una vez, hace mucho tiempo, en otro siglo incluso, estuvieron en las manos de los que te antecedieron.

Cuando estaba embarazada y el Doctor nos dio la noticia de que esperábamos una niña, le dijo a mi marido en tono de broma: "Lástima, no se va a preservar el apellido... cuál es?" y cuando mi esposo respondió: "García", dijo "ah bueno, García hay muchos, no se va a acabar nunca", y todos nos reímos.

Pero ahora sé, que "preservar el apellido", no tiene que ver necesariamente con tener uno rimbombante, o que este permanezca inscripto en las actas de nacimiento de las nuevas generaciones, sino con conocer su historia, y reconocerse como parte de ella, encontrar su lugar.

Así, cuando alguien le diga a Luna que "Garcías hay muchos", ella sepa que aunque eso sea verdad, ella proviene de una rama en particular, la del Maestro García de la confitería Madrid... y de Juan Valladares del molino en San Andrés, y la de los Huerta, y los Olmedo, los Oggero, los de la Cruz, los Hernández...

martes, 15 de enero de 2013

La espera


Pasa el invierno al sol y el verano a la sombra, con la piel curtida por dolores añejos, algo de caballero queda en su voz pausada, que musita un "Buenas tardes, Señora", en cada oportunidad.

Con el pasado a cuestas, espera... y espera sin saber a ciencia cierta, qué es lo que espera, y sin embargo, tiene la certidumbre de que va a alcanzarlo ahí, justo en ese punto de la calle semidesierta de un pueblo que solo Dios sabe que existe, de un punto que no ha merecido mención alguna en un mapa local siquiera, de un sitio que no tiene nada especial, nada particular... excepto para él, para eso que  espera, y para la Señora que un poco confundida le contesta todos los días: "Buenas."