domingo, 7 de octubre de 2012

¡Viva la muerte!

Hace unos días… una semana para ser exacta, acudí con mi familia al cementerio central, donde tuvimos la oportunidad de hacer un recorrido guiados por la museóloga Myriam Soria, quien antes de iniciar nos compartió que había sido algo complicado el proceso de conseguir que se aceptaran dichos recorridos, por una suerte de tabú relacionado con la muerte que existe en la sociedad.

Al saber que venimos de México, me dijo que probablemente para nosotros no era nada extraño puesto que nuestra relación cultural y social con la muerte es diferente, y tiene razón. Así que, sin ser noviembre todavía, se me ocurrió compartirles acá, algo acerca de esta relación que tenemos los aztecas con la muerte, que le parece tan… peculiar (por decir lo menos), a personas de otros países.

Por diversas creencias, tradiciones y desde luego la mezcla de ellos, la muerte tiene para los mexicanos un sentido más festivo que fúnebre, que no debe confundirse con la falta de respeto. Solo puedes morir si estás vivo, por tanto, la celebración de la muerte es también la celebración de la vida y no se les puede separar.

La tradición de festejar, recordar y hacer ofrendas a nuestros muertos, viene de ritos prehispánicos, tan arraigados en los distintos pueblos indígenas, que la evangelización que conquistó a México no pudo con ella, así que, como ocurre con otras costumbres en diferentes países, la iglesia le hizo “un huequito” a lo pagano, uniendo al mundo de los muertos y al de los vivos, en una sola celebración, el Día de Muertos, que se festeja cada 2 de noviembre, aunque la pachanga comienza desde el día 1º, día de todos los santos, en los que se recuerda especialmente a los niños ya fallecidos.

Si bien los principales elementos de la celebración son, como antes decía, prehispánicos y siguen estando vigentes además de considerarse infaltables, hay otros elementos resultantes de una mezcla que aún no me queda claro si vino a enriquecer o a dar al traste con la celebración, lo ha influido al grado de que en un mismo altar de muertos puede encontrarse una “jack-o-lantern” (la tradicional calabaza calada con una vela en su interior), el Xoloitzcuintle (perro de raza azteca casi extinta que tiene la labor de ayudar al difunto a cruzar al otro mundo), una imagen de la virgencita de Guadalupe y una foto de Marilyn Monroe.
Y es que el punto central de la celebración, es la creencia de que ese día no solo recordamos a los muertitos, sino que los recibimos en ese día que “les dan chancita” de visitarnos, y los agasajamos con sus platillos favoritos, la música que solían escuchar y por supuesto, su bebida favorita que como era de esperarse, suele ser tequila.

Esta celebración no tiene que hacerse necesariamente en el cementerio aunque es lo más común, e incluso, durante estas fechas, se montan ferias alrededor de ellos ofreciendo pan de muerto, flores de cempazuchitl, calaquitas de dulce, chocolate o barro a las que los niños ruegan a sus padres que les compren, pidiendo al habilidoso vendedor que escriba su nombre en la frente de la calavera y el resultado suele ser un garabato que parece decir: “Veatris” y cosas por el estilo, pero que igual les encanta.

La celebración del día de muertos puede pues, y suele llevarse a cabo, en escuelas, oficinas tiendas y por supuesto en las casas, preparando un altar de muertos que puede ser de dos, tres o siete niveles (siendo este último el más común), y que lleva en la parte más alta al pariente, amigo o personaje al que queremos hacer la ofrenda y a lo largo de sus escalones se colocan los diferentes elementos naturales: aire, agua, fuego y tierra, representados por diferentes objetos, por ejemplo:

Agua: …pues eso, agua… bueno, elegí un mal ejemplo.
Aire: papel
Tierra: puede ser tierra, semillas y/o flores
Fuego: velas encendidas

Y ese altar no es solo una forma de acomodar cosas para que se vean bonitas, sino que representa el viaje del alma desde la tierra hasta el cielo, pasando por el inframundo y otros bonitos lugares, aunque en la tradición prehispánica el destino final no era el cielo como lo conceptualizamos los católicos, sino alcanzar el descanso eterno junto a Mictlantecuhtli y su esposa Mictlantecuhtli, no en el cielo, sino en Mictlán.

Lo que me hizo recordar todo esto no fue únicamente la relación obvia entre visitar un cementerio uruguayo y uno mexicano, sino la simbología que coincide y la que se divide, de acuerdo a la percepción que cada cultura tiene de la muerte.

En el cementerio central hay verdaderas obras de arte y cada una es interesantísima, no solo por reunir a personajes de la talla de Brígido Silveira y Carabajal, sino por los “adornitos” que en realidad transmiten el sentir que hemos heredado respecto a la muerte durante siglos. La tragedia, el llanto, la resignación, representados en distintas formas, figuras y ornatos y con diferentes orígenes, desde los celtas hasta los masones.

Por supuesto no todo tiene ese tono, hay también representaciones… digamos… más optimistas, que significan esperanza, ascensión, mejora, paz, pero pocas, o ninguna, festiva (aunque hay un epitafio muy simpático que no les comparto para no echarles a perder su visita, si es que se animan).

No creo que se deban comparar ambas y decidir cuál es mejor o cuál peor, como tampoco quiere decir que a unos nos duela más que a otros perder un ser querido, son simplemente distintas maneras de encarar lo inevitable, como inevitable es que dichas formas y representaciones, todo lo que somos y sentimos alrededor de la muerte, sean consideradas parte de la riqueza cultural de un país, de una ciudad, en concreto, de una comunidad.

Creo que el tema da para más. Espero, si no me ha cargado la huesuda, poder hablarles nuevamente de este tema cuando se acerque el Día de Muertos, y mientras tanto… ¡A disfrutar! Porque de esta no salimos vivos…

Estoy en el rincón de una cantina…


Si bien esta es la parte de una canción de José Alfredo Jiménez en el que advierte a su amada que está a punto de emborracharse por su amor, (él no quería, pobrecillo) en realidad hoy quiero hablarles de una cantina diferente, a ver si me explico:

¿Le ha pasado, querido lector, que una tarea en apariencia simplísima de concretar, que además resulta tener cierta relevancia para obtener un importante beneficio personal, va quedando relegada una y otra vez, sin que haya una razón verdaderamente razonable para que así sea?

¿No es cierto que al iniciar sus labores cotidianas tiene clara desde el primer minuto la prioridad de cada uno de sus asuntos pendientes, y no queda duda de qué cosa es más importante que otra?

¿Se ha preguntado por qué justo cuando pensaba tomar el teléfono para hacer esa llamada, o acercarse a la computadora para escribir la famosa carta que necesita, o caminar hasta la oficina en la que debe iniciar un trámite, recuerda que la manija del segundo cajón de la alacena (que por cierto nunca usa) está algo floja y usted no parece tener empacho en dedicarle tres horas a dicho asunto postergando lo que se supone que era urgente?

Pues bien, ese sitio en el que nos refugiamos para no hacer lo que de sobra sabemos que TENEMOS que hacer, es una cantina. Los más modernos se refieren a esto (principalmente cuando se pierde el tiempo vagando por internet) como “procrastinar”, pero como a mí me cuesta trabajo la palabrita, suelo usar alguna mexicanísima expresión en su lugar, algo como “nomás se está haciendo pato”, y otras mucho más divertidas pero políticamente incorrectas para ser compartidas en este espacio.

Una vez aclarada la terminología, volvamos al tema de las cantinas, cada quien crea su propia cantina, para algunos es la televisión, para otros, como ya dijimos, el internet, y otros más, crean cantinas que no son del todo improductivas, lo cual puede dar la sensación de que se está haciendo algo bueno, aún cuando lo importante se deje de lado, hasta el momento en que es urgente, y luego nos pasamos la vida solucionando cosas urgentes, y así, entre urgencias y cantinas, la vida se va volando.

Sí, sí, ya suena que suena algo exagerado eso de “la vida se va volando”, ¡Pero es así! Con una impresionante facilidad se nos van los días, los meses y hasta los años, sin llevar a cabo cosas que aparentemente tenemos decididas desde hace tiempo.

Un cuento que me gusta mucho compartir en ciertas charlas sobre este tema, es el de un hombre que después de dos inviernos (léase dos años), se pone un abrigo que por diversas razones no había utilizado en ese periodo de tiempo, y al meter las manos en los bolsillos descubre el recibo de una zapatería a la que había llevado un par de zapatos para arreglar y cuya fecha de entrega estaba marcada para cuatro días después de haberlos dejado en reparación.

El hombre, además de darse cuenta de por qué no encontraba esos zapatos, decide ir a la zapatería a ver si todavía los tienen por ahí, solo para darse cuenta, para su sorpresa, que el zapatero todavía no los arregla, por supuesto el hombre increpa al profesional del calzado para preguntarle el por qué de la demora (superior a dos años, claro está), y el zapatero responde: “porque le di fecha para cuatro días y nunca vino”.
Para explicarlo mejor, como el hombre jamás pasó, pues él no se presionó para repararlos, no importa si él sabía o no que tenía que entregarlos, importaba que no hubiera nada que lo obligara a hacer, lo que tenía que hacer.

Pues bien, en muchas ocasiones somos como este zapatero, y postergamos todo tipo de cosas, desde comprar un nuevo par de medias, hasta escribir un testamento, pasando por todo tipo de trámites y acciones ya sea que tengan que ver o no con nuestro trabajo.

La primera instructora que me habló de “las cantinas”, explicaba que no había que considerarlas un vicio, ni nuestro mayor enemigo, porque las cantinas son hasta necesarias y tienen una función importantísima en el día a día, son un lugar estupendo a donde escapar, en el que abstraerse de la realidad, una zona de confort en la que todos, en algún momento del día, nos merecemos estar.

Por supuesto el problema viene cuando pasamos el día entero en esa cantina, en lugar de programar un espacio para ello y darnos permiso, conscientemente, de perder el tiempo un momentito, antes de hacer lo que sea que tengamos por hacer.

Es así que es válido empezar a ver una película tonta desde la mitad, y no despegarte de la pantalla hasta conocer el desenlace, acomodar todos los buzos en el armario de acuerdo a su color, textura y temporada, o ver un partido de fútbol entre dos equipos que ni sabías que existían, siempre y cuando seas capaz de retomar tus tareas, una vez que tu hora de recreo ha culminado.

Incluso, hay grandes organizaciones que no solo no reprochan a sus trabajadores que tengan cantinas, sino que además les recomiendan crearlas y se preocupan porque estos encuentren en su entorno, materiales y espacios que les permitan distraerse, jugar y literalmente, tomarse un momento para “hacer nada” durante sus horas hábiles.

Así pues, yo he decidido ejercer mi derecho a perder el tiempo un poquito cada día, pero como a todo derecho le corresponde un compromiso, este debe ser de forma inequívoca, no postergar lo importante para cuando sea urgente, y hacerlo inmediatamente después de salir de la cantina.

Y he decidido compartir con ustedes queridos lectores dicho compromiso, porque hace más de una semana que empecé a escribir  este texto, y recién ahora que están a punto de cerrar la edición, me puse a terminarlo.
No se puede seguir así, empezaré mi nueva rutina de cantina – actividad ¡Hoy mismo!… o tal vez mañana… es decir, un día estos… bueno, ya se verá.